La calidez de la complicidad
- Mente Urbana

- 20 sept
- 5 Min. de lectura
Fer H. Couttolenc

¿Hace cuánto la ciudad no veía tardes como estas? Lo que solía ser un suceso del diario, se convirtió en nostalgia en forma de gotas. Ráfagas heladas de viento, una lluvia tan ligera bajo la cual puedes caminar sin paraguas y un cielo gris que no deja pasar la luz pintaron el ambiente perfecto para el concierto de aquel 17 de septiembre.
Los asistentes llegaron poco a poco al recinto, algunos en solitario, otros en grupo, pero todos listos para un mismo fin, un pequeño concierto de jazz en la Casa del Lago de la Universidad Veracruzana, el recinto que brindó no solo el calor de sus paredes en una tarde tan fría, sino también el de la complicidad entre cuatro seres quienes hicieron lo que solo puede ser resultado de años y años de estudio, pero sobre todo, de la pasión que abrazó y envolvió al público con todo el gusto y emoción con la que los músicos hicieron sonar sus instrumentos.
Murmullos en un volumen tan bajo, pero tantos al mismo tiempo que apenas y se reconocía una que otra palabra entre el suave frenesí de ellas; las luces ámbar y morada que entre la perpetua oscuridad dieron brillo al escenario y de pronto, a una figura que apareció de las sombras. Entonces, los murmullos se convirtieron en aplausos. El concierto estaba comenzando.
Aquella figura que apareció entre las sombras se trataba de la Maestra Beatriz Sánchez
Zurita, directora del Área Académica de Artes de la Universidad Veracruzana. Una mujer con medio cabello recogido castaño con luces rubias, quien al portar una mascada con figuras de corazones ya anunciaba de manera muy sutil la sensación de cariño que caracterizaría al concierto.

-Pensar en Jazzuv siempre es pensar es algo gozoso, pleno. Disfruten a estos grandes
maestros y a este alumno en potencia que tenemos- Exclamó con emoción en la voz al
terminar su discurso de bienvenida, calentando los motores para el comienzo de la música.
Y entonces, otras cuatro figuras aparecieron entre la penumbra para tomar sus respectivos lugares. Edgar Dorantes, en el teclado; Omar Peraza,estudiante del centro de estudios organizador, en el chelo; Galia Delgadillo, en la voz; y Jesús Rodriguez, en la batería.
El susurro de un par de números y el sutil sonido de un pie contra el suelo fue la señal para el arranque del concierto. Los dedos de Dorantes, quien portaba una camisa naranja cobrizo de cuadros y un sencillo pantalón de mezclilla tocaron con maestría, delicadeza y suavidad las notas del teclado. A los pocos compases, estos sonidos fueron acompañados por la voz de Delgadillo, el swing de las escobillas sobre la tarola de Rodriguez y por las bajas y penetrantes vibraciones de las gruesas cuerdas acompañadas por Peraza.
Una melodía lenta que se sintió como un abrazo y plumas cayendo en el suelo, terminó de calentar el recinto que por sí mismo, así como por la presencia de los espectadores, ya se encontraba tan cálido que con solo el hecho de entrar a él calmaba las ansias del cuerpo por dejar de temblar. La canción terminó y un estallido de aplausos llenó los espacios vacíos del lugar. Con un ademán de agradecimiento, Dorantes tomó el micrófono de Galia.
-Esta primera se llamó “Una semana sin ti” de Vicente Garrido, del estado Jalisco; no tiene mucho que falleció- después de una pausa y un respiro, continuó diciendo -Tuve la
oportunidad de conocerlo, y esta es una de mis canciones favoritas- El recuerdo invadió por un momento al pianista, pero el concierto no podía parar.

La vorágine de timbres, tonos y ritmos siguió, generando con ellos pequeños movimientos en los espectadores, quienes con su cabeza, pies, hombros o pecho seguían el ritmo de la música que nacía en ese preciso momento. Pero si hubo algo que volvió al concierto tan especial, fueron las miradas. Claro, había docenas de miradas sobre los músicos, pero las que intercambiaron entre ellos fueron las causantes de la magia que se vivió esa noche.
Las manos sabían perfectamente que hacían, incluso tratándose de improvisaciones que nunca volverán a suceder de la misma manera, pero la atención de estos cuatro personajes no estaba únicamente en la sucesión de acordes y notas, la estaba también en quienes tocaban junto a ellos. Las luces reflejadas en sus rostros dejaban ver perfectamente lo que sucedía en sus ojos; miradas con tanta información y decisión que marcaron el ritmo no solo la música, sino también de las intervenciones de cada uno de los músicos.
Una mirada furtiva por parte de alguno de ellos, daba pie a que el volumen de todos los instrumentos disminuyera para darle el foco a uno solo, y así, en varias ocasiones se dieron sutiles y casi impredecibles espacios de brillo en los que cada músico destacó con sus fugaces improvisaciones seguidas de aplausos del público quienes, llenos de emoción, escuchaban y notaban la maestría en ellas. Un par de canciones después, Galia Delgadillo fue la protagonista de un carismático momento.

-La siguiente es una canción que tal vez no esperen, que los va a remontar a su infancia- y después de una pausa y una sonrisa juguetona, preguntó -¿Conocen a CriCri?- entre el público se escucharon vítores de emoción como aplausos, e incluso, un par de chiflidos- Bueno, las generaciones de ahora no lo sé, pero de mi generación pa’ tras, tal vez. Es una canción que habla de una abuelita- la cantante fue interrumpida por un alarido de emoción por parte de un espectador, quien inmediatamente reconoció de qué canción se trataba, y entre risas, prosiguió diciendo- ¿Qué pasó por ahí? Alguien se emocionó mucho- la cantante y los asistentes compartieron un fugaz momento de risa para comenzar con la siguiente canción: un arreglo experimental de El Ropero. Con una mirada de complicidad, Delgadillo dió la señal a Dorantes, quien con mucha seguridad y en susurros marcó el compás inicial de la canción con su pie derecho y en un súbito instante el piano, el chelo y la batería unieron sonidos, dando comienzo a la pieza.
Otro par de canciones más y el concierto que unió por una hora a quienes acompañaron a los músicos con una escucha activa, llegó a su fin. Con el tema original del pianista, Juego Nuevo, cerró el concierto, llenando una vez más el recinto de aplausos mientras los protagonistas se despedían, y Dorantes invitaba a quienes asistieron a las actividades del próximo seminario de Jazz mexicano con sede en el Centro de estudios de Jazz de la UV, de cuyas actividades formó parte el evento de la noche. Y así, las luces del cuarto se prendieron, los murmullos volvieron y los asistentes regresaron al frío de la noche, charlando entre ellos sobre lo que acababan de vivir.

En aquel pequeño recinto, aquel 17 de septiembre, docenas de personas salieron de sus propias cabezas, de la cotidianidad y del ruido de las responsabilidades para, por una hora, unirse a través de la calidez que brindó la complicidad que creó música en tiempo real, de las luces sobre ellos y de la pasión que envolvió a toda materia, viva o no, que tuvo la suerte de encontrarse al mismo tiempo en el lugar.




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