El grito que hizo historia en Xalapa
- Mente Urbana

- 20 sept
- 4 Min. de lectura
Alejandro Jiménez Pérez

Llegar al centro de Xalapa aquella noche del 15 de septiembre fue como sumergirse
en un río de emociones. Apenas bajé del autobús, me envolvió un aire fresco, de
esos que anuncian lluvia, y en el fondo temí que el cielo decidiera arruinar la fiesta.
Pero pronto me di cuenta de que nada, ni siquiera una tormenta, podría apagar la
energía que latía en esas calles.
El centro histórico era un hervidero de vida. Familias enteras caminaban juntas,
algunas ondeando banderas con entusiasmo, otras comprando antojitos que
llenaban el aire de aromas irresistibles: el maíz tostado del esquite, el picante de los
pambazos y el dulce de las manzanas acarameladas. Niños corrían entre la multitud
soplando cornetas de plástico que emitían un sonido agudo y persistente, como un
eco juguetón que se mezclaba con el murmullo colectivo. A cada paso, el corazón
de la ciudad parecía latir al mismo compás que el de quienes nos habíamos reunido
ahí.
Los colores verde, blanco y rojo rebotaban en los edificios, en las luces colocadas
en los balcones y hasta en los rostros pintados de los niños. Todo parecía vibrar
bajo una misma paleta luminosa que convertía el centro de Xalapa en un escenario
mágico. El bullicio de los vendedores ambulantes, el sonido de las botas golpeando
la calle empedrada y el murmullo creciente de la gente conformaban una sinfonía
propia de las fiestas patrias.
Me acerqué hacia la Plaza Lerdo y noté que poco a poco la multitud se organizaba
alrededor del Palacio de Gobierno. A pesar de la algarabía, había en el ambiente
una sensación de expectativa contenida, como si todos aguardáramos un momento
decisivo.
Pero entre esa multitud festiva también se alzaban otras voces. Eran los colectivos
de familias que buscan a sus desaparecidos. Con mantas y pancartas en mano,
hicieron escuchar sus consignas en pleno Grito, reclamando justicia y recordando a
quienes faltan. Su protesta se mezclaba con los gritos de “¡Viva México!”,
recordándonos que mientras unos celebraban la independencia, otros pedían que
no hubiera olvido. Esa presencia dolía, pero también hacía que la fiesta tuviera un
peso distinto, más humano, más real.
Y entonces ocurrió lo que muchos esperaban, lo que yo mismo esperaba con
ansias. De pronto, las luces del Palacio se intensificaron y, entre el murmullo
creciente, apareció en el balcón central la gobernadora Rocío Nahle García. Su
figura se recortó contra la fachada iluminada, y por un segundo, un silencio absoluto
cubrió la plaza. Nadie hablaba, nadie se movía. Solo estábamos ahí, expectantes.
Ese instante fue histórico: por primera vez en la vida política de Veracruz, una mujer
encabezaba el Grito de Independencia. Y no era solo un gesto protocolario, era un
símbolo cargado de historia y de lucha. Yo lo sentí en la piel, en el pecho, en la
garganta.

La vi avanzar firme, con paso decidido, envuelta en un traje tradicional que ondeaba
suavemente con la brisa nocturna. Llevaba una flor en el cabello y un rebozo que
parecía extenderse como un abrazo simbólico hacia cada uno de los presentes. Sus
gestos transmitían seguridad, pero también cercanía. No era solo la autoridad que
subía al balcón; era una mujer que encarnaba las aspiraciones de miles, que
representaba a generaciones que habían esperado este momento.
La multitud entera pareció contener la respiración conmigo. Era como si el tiempo se
hubiera detenido, como si el país entero se hubiera asomado por ese balcón. No era
un acto más: era un momento cargado de sentido, de memoria, de futuro.
Entonces, el sonido metálico de la campana rompió el silencio. ¡Clang! Y con cada
repique, los corazones comenzaron a latir más fuerte. Hasta que finalmente estalló
el grito:
—¡Viva México! ¡Viva México!
Miles de voces rugieron al unísono, y yo grité con todas mis fuerzas, sintiendo que
cada palabra vibraba dentro de mí. Los nombres de los héroes retumbaron en la
plaza, rebotando en las paredes, en las banderas, en las gargantas exaltadas. Fue
como si de pronto el país entero hubiera decidido hablar con una sola voz.
El cielo, como si hubiera estado esperando ese momento, explotó en colores.
Fuegos artificiales trazaron cascadas de rojo, blanco y verde que caían sobre la
multitud como lluvia de luz. Niños abrían los ojos con asombro, las parejas se
abrazaban, los amigos se tomaban de los hombros para cantar juntos. El reflejo de
las luces iluminaba los rostros repletos de sudor, de lágrimas, de emoción pura.
Yo levanté la vista y pensé que aquel momento no era solo mío, sino de todos: de
las familias, de los trabajadores, de los estudiantes, de los ancianos que miraban
con orgullo, de los niños que apenas comprendían lo que ocurría, pero lo sentían
con intensidad.
Después del estruendo de los fuegos artificiales, la música mexicana llenó la plaza.
Sonaron los primeros acordes de mariachi, seguidos por la voz colectiva de miles
que comenzaron a cantar. “Cielito lindo” se entrelazaba con las cornetas infantiles,
con las palmas y con los gritos espontáneos de alegría. Era como si la misma
música abrazara a la ciudad entera, recordándonos que nuestra identidad se
construye en momentos como ese.
Caminé lentamente hacia la salida de la plaza, todavía con el corazón desbocado.
El eco del grito seguía retumbando en mis oídos y la imagen de la gobernadora,
firme en ese balcón, no se borraba de mi mente. Comprendí entonces que lo vivido
no había sido solo una ceremonia más, ni una repetición de la tradición . Fue
historia hecha emoción, un instante en el que la independencia, la libertad y la
esperanza se encarnaron en una mujer y en un pueblo que gritaba junto a ella.
Salí del centro de Xalapa convencido de algo que jamás olvidaré: ese balcón, esa
mujer, ese instante transformaron la historia en presente vivo. El Grito de la
Independencia dejó de ser solo una conmemoración para convertirse en una
experiencia colectiva que se grabó en cada corazón.
Supe que llevaría ese recuerdo como una llama encendida, como un recordatorio de
que México late en cada grito, en cada voz unida, en cada plaza que se llena de
orgullo compartido.





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